San Ignacio de Loyola, 1491-1556

Ignacio de Loyola fue uno de los religiosos que más influencia tuvo en la Edad Moderna, sobre todo a raíz de la creación, en 1534, de su orden religiosa: la Compañía de Jesús (los célebres jesuitas). Pero, además, fue un hombre que encarnó a la perfección la búsqueda espiritual en una época de cambios constantes, en la que resurgió el pensamiento científico, aparecieron nuevas herejías, y la autoridad de la Iglesia fue puesta en cuestión en muchos territorios de Europa. Ante el desafío de la Reforma Protestante, Ignacio de Loyola aportó un modelo religioso basado en la disciplina, la frugalidad, la caridad, y, sobre todo, la enseñanza de la doctrina católica. Modelo que impulsó a los jesuitas a dedicarse a labores misioneras y educativas. Labores que aún perduran en nuestros días.

San Ignacio de Loyola
San Ignacio de Loyola

1 – Infancia y juventud.

Íñigo López de Loyola (el nombre “Ignacio” lo adoptaría posteriormente), nació en Loyola (Azpeitia), Guipúzcoa, el 1 de junio de 1491 (día en que se recuerda a San Iñigo, y recibiendo en honor de ello su nombre), siendo el menor de 13 hermanos (8 varones y 5 mujeres). Su padre fue Beltrán Yáñez de Oñaz, señor de la casa de Loyola, que falleció a finales de octubre de 1507, y su madre Marina Sáenz de Licona, que falleció en 1508. Tras el fallecimiento de sus dos progenitores, Iñigo fue puesto al cuidado de Juan Velázquez de Cuéllar, contador mayor de Castilla, cuya esposa, María de Velasco, era pariente de la difunta madre de Íñigo. Debido a esta circunstancia, el joven se trasladó a la residencia de su nueva familia en el Palacio de Arévalo, Castilla, en donde vivió rodeado de los lujos propios de la aristocracia de la época. Allí, recibió una educación acorde con su posición de vástago de un noble, adiestrándose en las letras y en el uso de las armas.

En aquellos años de juventud nada hacía presagiar su inclinación religiosa, ya que, como la mayoría de los muchachos de su edad, era bullicioso, disfrutaba de las riñas, las fiestas, y los amoríos. De aquellos años, se le atribuye una posible hija, ilegítima; María Villareal de Loyola, cuya existencia aparece recogida en el testamento de Doña Aldonza Manrique de Lara, hija del duque de Nájera. Aunque, sin tener más datos, podría tratarse únicamente de una suposición errónea.

En 1516, tras la muerte del rey Fernando II de Aragón, el Católico, y la llegada a España de su sucesor; el joven Carlos I, los cortesanos “fernandinos” son desplazados y reemplazados. Entre ellos, está el tutor de Iñigo, Velázquez de Cuéllar, que pierde el dominio sobre las villas de Arévalo y Olmedo, y cae en desgracia, falleciendo tan sólo un año después, el 12 de agosto 1517. A raíz de esta circunstancia, su viuda, María de Velasco, decidió enviar a Iñigo de regreso a Navarra, para servir al duque de Nájera, Antonio Manrique de Lara, un influyente noble, y destacado militar, que le podría dar un mejor porvenir. Al servicio del duque de Nájera, Iñigo participó en sus primeras campañas militares, combatiendo a los nobles rebeldes castellanos durante el conflicto de las Comunidades de Castilla (1520-1522), y la invasión francesa de Navarra (1521) con objeto de tratar de restituir el reino, conquistado por Castilla en 1512, a su soberano; Enrique II.

En este último conflicto, Iñigo destacó en la defensa de la plaza de Pamplona. El 16 de mayo de 1521, gran parte de la población de dicha ciudad se sublevó contra la ocupación castellana y proclamó a Enrique II como su legítimo soberano. Ante esto, el duque de Nájera decidió escapar de la ciudad, ya que carecía de tropas suficientes como para sofocar la rebelión. Sin embargo, el capitán Iñigo de Loyola, y unos 200 soldados castellanos, decidieron resistir y se hicieron fuertes en el castillo de Santiago. El 19 de mayo, llegó a la ciudad un ejército francés, aliado de los sublevados, compuesto por 12.000 hombres y varias piezas de artillería, que puso el castillo bajo asedio. El 20 de mayo, los franceses comenzaron el ataque, bombardeando el castillo durante 6 horas. Pese a la gran disparidad de fuerzas, Iñigo y los suyos lograron resistir los ataques enemigos durante ese día. Sin embargo, mientras defendía valientemente una brecha abierta en las murallas, Iñigo fue alcanzado por un proyectil de artillería que le destrozó la tibia de su pierna derecha y le causó heridas en la pierna izquierda. La convalecencia de Iñigo, verdadera alma de la resistencia, afectó a la moral de los defensores, que, finalmente, tras negociar durante tres días con los atacantes, optaron por rendirse a cambio de que sus vidas fueran respetadas y pudieran abandonar libremente la localidad.

San Ignacio de Loyola herido en la batalla de Pamplona, por Miguel Cabrera, 1756
San Ignacio de Loyola herido en la batalla de Pamplona, por Miguel Cabrera, 1756.

Los franceses trataron dignamente a Iñigo, aplicándole curas a sus heridas y facilitando su traslado a su residencia en Loyola. Dada la gravedad de sus heridas, los doctores tuvieron que operarle en dos ocasiones la pierna derecha, alargándose durante meses su convalecencia. Durante este tiempo inmovilizado, Iñigo recurrió al consuelo de la lectura, y, aunque prefería las novelas de caballería, tuvo que conformarse con leer las obras religiosas que tenía al alcance: Vida de Cristo, por el Cartujano (Ludolfo de Sajonia, 1300-1378), y el Flos Sanctorum; la traducción al castellano de la Leyenda Áurea, una recopilación de vidas de santos, obra del fraile dominico italiano Jacobo de Varazze (Jacopo della Vorágine, 1230-1298). La lectura de estas obras cambió la vida de Iñigo de Loyola, removiendo su interior y suscitando en él una búsqueda espiritual que diese sentido a su vida. Por ello, tras recuperarse de sus graves lesiones, abandonó su anterior vida y decidió peregrinar a Tierra Santa.

2 – La búsqueda espiritual.

En marzo de 1522, Iñigo llegó a Barcelona, con objeto de viajar desde allí a Roma, y solicitar licencia al Papa para peregrinar a Jerusalén. Mientras aguardaba la oportunidad de viajar, se hospedó en Monasterio Benedictino de Montserrat, dedicándose a hacer penitencia, y a la oración, durante los siguientes meses. En este periodo de reflexión interna, comienza a bosquejar su obra “Ejercicios Espirituales”. Finalmente, en febrero de 1523 partió a Roma en donde recibió por fin la licencia pontificia para viajar a Tierra Santa, y se embarcó hacía allí, desde Venecia, el 14 de julio de 1523. Tras visitar los Santos Lugares, Íñigo decidió quedarse a vivir allí, en Jerusalén, pero, el superior franciscano que guardaba los Santos Lugares, temía por su seguridad y le ordenó regresar a Europa. A comienzos de marzo de 1524, Iñigo retornó al puerto de Barcelona. A partir de entonces se dedicaría al estudio, con objeto de ayudar espiritualmente a las almas que lo necesitasen.

Dado que Iñigo había hecho voto de pobreza y castidad, carecía de medios con los que sostenerse, y debió ser auxiliado por varias señoras piadosas, entre las que destacaban Inés Pascual, e Isabel Roser, que se encargaron de su manutención. Gracias a esto, pudo acudir regularmente a las clases de gramática, en latín, que impartía en Barcelona el maestro Ardévol. Tras obtener una preparación básica, en marzo de 1526, Iñigo partió de Barcelona, acompañado por cuatro amigos, con objeto de estudiar filosofía en la Universidad de Alcalá de Henares.

Estando en Alcalá, Iñigo despertó sospechas entre los inquisidores locales, a causa de su predicación entre las personas piadosas que seguían sus enseñanzas espirituales. Acusado de desviacionismo de la doctrina oficial de la Iglesia, fue recluido en prisión durante cuarenta y dos días, hasta ser finalmente absuelto, en junio de 1527, por el obispo local, aunque se le prohibió llevar hábito y enseñar durante los tres años siguientes. Tras este amargo episodio, Iñigo y sus amigos se trasladaron a Salamanca, para continuar allí sus estudios. Sin embargo, su predicación despertó de nuevo suspicacias entre las autoridades eclesiásticas locales y fue de nuevo encarcelado. Tras analizar sus escritos religiosos (una temprana versión de sus Ejercicios Espirituales), y comprobar que no atacaban la ortodoxia teológica de la Iglesia, fue puesto de nuevo en libertad, aunque bajo los mismos términos que en la anterior ocasión.

Cansado ya del acoso inquisitorial, Íñigo decidió cambiar de aires y se trasladó a la Universidad de París, a donde llegó en febrero de 1528. Allí pasaría los tres siguientes años, estudiando filosofía en el Colegio de Santa Bárbara y dedicando los veranos a predicar y reunir fondos, para sostenerse y para ayudar a los demás, pidiendo limosna en Flandes a varios comerciantes españoles. Sus continuas predicas, le granjearon la animadversión del rector del colegio, el portugués Diogo de Gouveia, que ordenó que Ignacio fuera azotado frente a sus compañeros, con objeto de desprestigiarle. Sin embargo, Iñigo consiguió convencer al rector de la validez de sus argumentos, y este no tuvo más remedio que disculparse por haberlo prejuzgado. Finalmente, en 1532 obtuvo el grado de Bachiller, y, dos años después, en 1534, obtuvo el título de maestro en artes de la Universidad de París. Para entonces contaba ya con seis fieles seguidores: Francisco Javier, Pedro Fabro, Alfonso Salmerón, Diego Laínez, Nicolás de Bobadilla y Simão Rodrigues.

El 15 de agosto de 1534, Iñigo y sus seis discípulos se reunieron en la capilla de Montmartre, para jurar dos votos: pobreza y castidad, y, además, para decidirse a peregrinar a Jerusalén. Nacía así la futura orden religiosa de la Compañía de Jesús.

3 – La enseñanza como camino hacia Dios.

Tras regresar a Loyola, en 1535, para visitar su hogar (aunque se negó a alojarse en la casa señorial y optó por el hospital de los pobres), Iñigo partió a Venecia, para dedicarse allí al estudio personal. Un año después, en enero de 1537, se reunieron con él allí sus compañeros, que eran ya diez, y, meses después decidieron imitar su camino, y solicitaron licencia al Papa, Paulo III, para viajar a Tierra Santa. Pero, el viaje fue imposible a causa de la guerra contra los turcos. Tras esto, decidieron ordenarse sacerdotes, el 24 de junio de 1537, con objeto de poder predicar oficialmente sus enseñanzas.

Contando con el beneplácito del Papa, Iñigo, que para entonces ya usaba el nombre, más internacional, de Ignacio, se dedicó a predicar sus Ejercicios Espirituales al pueblo. Por otro lado, dos de sus compañeros más brillantes, Pedro Fabro y Diego Laínez se dedicaron a impartir clases en la Universidad de la Sapienza de Roma. Sin embargo, de nuevo aparecieron voces críticas contra sus enseñanzas, y, para acabar con cualquier suspicacia, Ignacio decidió solicitar al Papa un juicio en el que se demostró públicamente la ortodoxia de sus doctrinas. El proceso absolutorio otorgó a Ignacio y sus compañeros legitimidad, y fama, siendo solicitados sus servicios, como sacerdotes y maestros, por varias diócesis italianas.

Con objeto de expandir sus enseñanzas, a comienzos de 1539, Ignacio y sus compañeros decidieron institucionalizar su orden, sumando a sus votos, de castidad, y pobreza, el de obediencia, y dotándola de estatutos oficiales. Además, decidieron elegir un superior, encargado de gobernar la congregación. Pese a que Ignacio prefería para el cargo a alguno de sus compañeros, fue finalmente elegido, por unanimidad, como el primer superior de la orden, el 19 de abril de 1540. Unos meses después, el 27 de septiembre de 1540, Paulo III aprobó oficialmente la orden de la Compañía de Jesús, mediante la bula Regimini militantis ecclesiae (gobierno de la iglesia militante). Varios años después, Ignacio logró también obtener la aprobación papal de su obra: Ejercicios Espirituales, que fue publicada por primera vez en Roma, en 1548.

A partir de entonces, Ignacio se dedicaría a impartir sus enseñanzas en Roma y a dirigir la congregación, desarrollando durante varios años sus principales normas de funcionamiento que se recogerían en la Fórmula del Instituto de la Compañía, aprobada por el Papa, Julio III, en 1550. Entre estas normas, destacaba la obediencia directa al Papa, sin someterse a los dictámenes de los poderes temporales (lo que, en el futuro, generó importantes conflictos con las autoridades de varios países, como España), y su dedicación a la predicación pública, enseñando la palabra de Dios, y educando a los niños, e ignorantes, el cristianismo.

Además de dedicarse a labores teológicas y doctrinales, Ignacio fundó una casa en Roma para alojar a judíos que deseaban convertirse al cristianismo, y otra casa para acoger a mujeres “pecadoras” que buscaban el arrepentimiento. Por otro lado, Ignacio consiguió benefactores que aportaron fondos para construir dos instituciones de enseñanza: el Colegio Romano, creado en 1551, para formar nuevos religiosos, y el Colegio Germánico, fundado en 1552, con objeto de preparar, teológicamente, a los sacerdotes destinados a combatir el protestantismo en Centroeuropa.

Los esfuerzos de la Compañía de Jesús por enseñar la doctrina religiosa a los más desfavorecidos, y su modo de vida, austero y ejemplarizante, hicieron que la orden alcanzase gran fama, expandiéndose rápidamente por todos los territorios cristianos en Europa, y, en las colonias de América, África, y Asia. A esta labor misionera, se sumó el combate, doctrinal, contra la incipiente herejía luterana en Centroeuropa. Precisamente, con objeto de combatir el luteranismo, el Papa Paulo III convocó el Concilio de Trento, el 13 de diciembre de 1545, y eligió, como representantes, a dos prestigiosos teólogos jesuitas, que se encontraban entre los primeros seguidores de Ignacio: Diego Laínez, y Alfonso Salmerón. Según los cronistas, antes de partir a cumplir con su tarea, Ignacio les recomendó dar muestras de caridad y visitar a los enfermos, dando ejemplo con sus actos. Para combatir la herejía, Ignacio abogaba más por la enseñanza, que por medidas coercitivas. Una buena muestra de lo que pensaba son estas palabras que dirigió a dos padres que se dirigían a Ingolstadt, Baviera, para fundar un colegio: “tened gran cuidado en predicar la verdad de tal modo que, si acaso hay entre los oyentes un hereje, le sirva de ejemplo de caridad y moderación cristianas. No uséis de palabras duras ni mostréis desprecio por sus errores”.

El Concilio de Trento no logró reunificar a la cristiandad europea, pero sentó las bases doctrinales de una Iglesia católica reformada y revitalizada, en la que la participación de los jesuitas, con su disciplina y cohesión, fue esencial.

4 – Muerte y canonización.

El 31 de julio de 1556, falleció Ignacio de Loyola. Su vida frugal y austera le pasó factura, ocasionándole graves problemas de salud que finalmente, le ocasionaron la muerte por cirrosis hepática. Su cadáver fue sepultado en la iglesia de Santa María della Strada, en Roma.

Ignacio de Loyola fue una de las figuras más importantes de su época, promoviendo una nueva forma de espiritualidad, basada en la austeridad y la enseñanza doctrinal a aquellos que carecían de formación. Por ello, y en reconocimiento de su obra fue canonizado, el 12 de marzo de 1622. La Compañía de Jesús sigue continuando su obra de enseñanza.

Para acabar, nada mejor que una frase que se le atribuye y en el que se recoge a la perfección como pensaba el personaje: “A fin de imitar a Cristo nuestro Señor y asemejarme a Él, de verdad, cada vez más; quiero y escojo la pobreza con Cristo, pobre más que la riqueza; las humillaciones con Cristo humillado, más que los honores, y prefiero ser tenido por idiota y loco por Cristo, el primero que ha pasado por tal, antes que como sabio y prudente en este mundo”.

Bibliografía:
-Colomé Fita, F.: San Ignacio de Loyola en la Corte de los Reyes de Castilla. Estudio crítico. Publicado por el Boletín de la Real Academia de la Historia. Tomo 17, Año 1890. Consultado en Biblioteca Virtual Cervantes. Alicante 2005.

© 2020 – Autor: Marco Antonio Martín García
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